En una vieja fotografía en tonos sepia, el tiempo parece haberse detenido. En ella, un joven miliciano posa con su uniforme improvisado, el rostro serio, la mirada fija en un horizonte incierto. Pertenece a la Unión de Hermanos Proletarios (UHP), una de tantas agrupaciones que en el tumultuoso verano de 1936 se formaron para combatir en la Guerra Civil española.

Pero más allá de la estampa de un combatiente, esta imagen esconde una historia de dolor, de despedida y de un adiós que sería definitivo. Este joven, cuyo nombre ya ha sido devorado por los años, partió hacia el frente con la esperanza de un mundo nuevo, con la convicción de luchar por unos ideales. Nunca regresó. Para su madre, esta fotografía fue lo último que le quedó de su hijo.

Era una escena que se repetía en toda España, en cada pueblo, en cada ciudad: madres despidiendo a sus hijos, sabiendo que quizá nunca los volverían a ver. Socuéllamos, como tantos otros rincones del país, vivió la guerra no solo en sus trincheras, sino en sus hogares. Las despedidas en la estación de tren, en las plazas o en las puertas de las casas eran momentos de llanto silenciado, de abrazos apretados y oraciones contenidas. No había certezas, solo un profundo temor y la espera angustiosa de noticias que pocas veces traían esperanza.

La guerra arrasó con todo: con familias, con sueños y con generaciones enteras. Esta imagen es testimonio de una de tantas historias anónimas que se perdieron en el eco de los disparos y los bombardeos. Pero también es un reflejo de la valentía de quienes, sin saber su destino, dieron un paso al frente. Y del dolor inabarcable de las madres, cuyos hijos se convirtieron en nombres inscritos en listas de desaparecidos.

Hoy, esta fotografía sigue hablándonos desde el pasado. Es un recordatorio de la tragedia que dividió a España, de las vidas truncadas y de la memoria que, a pesar del tiempo, se resiste a ser olvidada.